Personajes

Pedro Tecles Serer, escritor.

Domingo 14 de Marzo de 2021

Francisco Rossi


Si bién hoy no vive en la localidad, su Cinco Saltos natal está presente en sus escritos.


Nos compartió parte de su libro "Contaron, me cuentan ¿te cuento" 
Este trabajo fue presentado en la Biblioteca Carlos Guido y Spano y en la Feria del libro de Cinco Saltos.
Su edición está agotada.


Sucedió en la Colonia cuando Cinco Saltos nacía.
¡Langostas! 
Ese año la siembra de porotos había compensado, ampliamente, todas las expectativas. El campo lucía pletórico con ese nuevo verde completando las hileras prolijas, parejas y equilibradas.                            
Un orgullo, inocultable, alegraba a la familia. Como suele suceder ante estas circunstancias, todos disfrutaban, por adelantado, de los beneficios que proporcionaría la venta de esa producción.
Los de las chacras vecinas observaban, con admiración y cierta envidia, la homogénea plantación cubriendo los cuadros sembrados.      
Era evidente que todos los trabajos anteriores a la siembra fueron realizados a conciencia y con fervor. El barbecho fue bien preparado; el trazado de los surcos en perfecta simetría; la siembra como siempre semilla por semilla pero con la baquía de la experiencia, dando la profundidad adecuada y cubriendo, como en una caricia final, con la tierra protectora.
No hubo esos vientos malignos que reformaran el perfil del campo roturado y, por fin, allí estaban los resultados. Por eso ese justificado orgullo. Por eso la admiración de los vecinos.
Cada mañana, al trasponer el marco de la precaria casa de adobes y ramas, Pedro Mariano sentía el mismo gozo de un artista frente a su obra de arte. Permanecía en la plenitud de la observación durante un largo tiempo, luego seguía con las obligaciones del carpido para el desyuye.  
 Al ir, meticulosamente, extrayendo de raíz cada una de las plantas intrusas que pretendían restarle fuerzas al crecimiento del porotal, seguía madurando la idea de la evidente y prodigiosa cosecha.          
Pensaba: “... fueron años duros pero por fin ya puedo construir la pequeña casa con adobes, ramas y pasto. Ya tengo a la familia recién llegada de Alcalalí, acompañándome y ayudando en este esfuerzo cotidiano de hacer producir esta tierra virgen y salvaje pero pródiga y leal…” Seca el perlado sudor de su frente con la manga de su camisa, se saca el sombrero y, con la misma mano, se acomoda la renegrida melena hirsuta y humedecida por la transpiración. Se coloca, nuevamente, el sombrero y continúa animoso con la carpida.
Mientras en la casa las tareas se inician con creciente determinación. María Josefa parte con su alegría habitual, presurosa, al ordeñe. Canturrea una tradicional canción de su aldea natal de su lejana tierra Alicantina. La overa la observa, impávida a la distancia, rumiando. 
Mientras los niños presurosos corren a la acequia a reponer el agua necesaria para la higiene y la comida en dos tarros de lata apropiados a tales circunstancias. Es el cuadro familiar que todas las mañanas se viene repitiendo sin importar los cambios climáticos o los despiadados vientos, del sur patagónico, arrastrando espesas oleadas de tierra recién arada. Pero ese día es un clima benigno el reinante y esa tarea se hace placentera y acentuada por la felicidad que propone un verde nuevo extendiéndose hacia futuros proyectos.
Un lejano pero persistente zumbido, como de miles diminutas alas rozándose, progresa desde la distancia. Amparo desde su banquito de ordeñe eleva su mirada a un cielo cubierto por una nube parda y espesa que avanza con dirección al cuadro. Primero fue la duda pero el temor y la angustia se adueñan de todos los sentidos. Un solo grito de miedo y bronca nace de su garganta irritada.
¡Langosta! ¡Langosta!
La desesperación se acrecienta ante la proximidad de la manga y ante la idea de la devastación del verde y tierno brote. Corre con desespero golpeando la olla hacia la parte invadida. Pedro Mariano y los niños buscaron tachos y palos para secundarla. La consigna era golpear con estrépito para espantar al voraz invasor. Ante el estruendo de los golpes y los gritos, las langostas en cortos vuelos, trataban de alejarse del peligro pero sin renunciar al apetecible manjar de ese mar de tierna verdura. Así arrastraron esa marea hambrienta hacia el otro extremo del cuadro donde estaba el límite cultivado y el inicio del desierto inhóspito. El tiempo de permanencia en ese terreno neutral, permitió que los cuatro protagonistas de esa lucha despareja e imprevista tomaran un resuello, controlaran sus nervios y organizaran las acciones inmediatas.                
No era imposible mantener a raya al siniestro invasor dispuesto a devorar sin contemplaciones todo el esfuerzo y el optimismo del grupo familia. Ese ruido producido por las miles de mandíbulas al triturar las hojas eran sangrientas dentelladas dadas a la ilusión de Josefa, Pedro y sus hijos. 
Volvieron sobre sus pasos recorriendo nuevamente los bordos sin dejar de golpear con desesperación gritando insultos al feroz agresor. El cansancio y la desazón se fueron incorporando a la angustia. 
Habrá que resignarse ante la magnitud del enemigo o proseguir con el denodado esfuerzo sin conocer los beneficios definitivos.        
La terquedad y la reacción ante esa situación injusta los convoca a continuar con la porfía. Así se fueron turnando Padre e Hija y la madre y el niño. Mientras unos se reponían del cansancio y comían algo los otros proseguían recorriendo con golpes y gritos todo el perímetro del cuadro. Con la noche vino la tregua y la tranquilidad. Las últimas langostas se fueron retirando hacia los campos colindantes. 
La paz del hogar y el pan compartido reafirmó los ánimos. Reinaba la esperanza de que a la mañana siguiente se encontraran con el campo despejado y la plaga en franca retirada. Por el momento había que reponer fuerzas y esperar con el temple a punto para impedir que progrese el daño.
No estaba todo perdido. Los brotes aunque dañados permanecían.
Fue una larga noche de insomnio.
El amanecer fue progresando desde el rojizo horizonte, vislumbrado entre el ramaje del tamarisco y la alegría de los gorriones anunciándolo. 
Pedro Mariano ya hace rato que atisba todos los movimientos del campo.
Si… allí están nuevamente.
Con la luz del nuevo día inician sus ataques a los tiernos brotes.
Con determinación inicia la ofensiva para espantarlas.
“__Hoy haremos un trabajo menos desgastante y con mayor continuidad. Hoy lograremos que se retiren definitivamente estas malditas que no volverán jamás.”
Pero la langosta permaneció al acecho produciendo ese taladrante ruido al triturar el sembradío. 
Los tachos se fueron destrozando; las manos se lastimaron; Las gargantas se resintieron.
Fue otro día interminable.
La impotencia y la resignación fueron hermanas y consejeras.
Pedro Mariano y sus largas horas de trabajo para lograr ese exuberante plantío y esta desazón de perder todo en ese día nefasto. Josefa, sin embargo, mantenía una llamita de esperanza y no se entregaba. Los niños miraban asombrados a los mayores buscando una explicación.
Por fin el sueño dominó los contornos y la pequeña casa durante otra intensa noche de presagios. 
Pedro Mariano, ya entregado, no pensaba madrugar.
El sol volvió a reinar en un cielo diáfano y pletórico.
El campo anunciaba, una vez más, un despertar alegre y progresivo.
El golpeteo del tacho y las órdenes de Josefa, imponiendo su determinación de seguir la lucha, animaron a los remolones a levantarse y continuar. Era un último intento. Seguía la esperanza latiendo intacta.
La terquedad de Josefa fue más fuerte que todos los negros vaticinios. La manga de langostas se fue así como vino. Cubrió con la nube negra el sol del mediodía. El zumbido ingrato de miles de alas rozándose se perdió, ¡por fin!, a la distancia.
Quedó el campo impávido, herido pero vivo.
Los restos rebrotaron y volvió el oleaje verde, al poco tiempo, a cubrir el cuadro.
La cosecha de porotos fue excelente esa temporada. La venta alcanzó para todos los gastos y quedó un importante margen para progresar.
La langosta no volvió a perturbar al sufrido agricultor y su familia.
Otros fueron los problemas posteriores que tensaron su estirpe chacarera. Pero los años venideros con sus altos y bajos marcaron un progreso de merecimientos y logros. La chacra se fue transformando y llegó a ser una pequeña empresa familiar sustentada con la presencia de los herederos de aquellos sacrificados pioneros del Alto Valle de Río Negro y Neuquén…allá en la Patagonia.


Doña Pepa la partera

Esa tarde se diluye, poco a poco, entre apresurada y fría. La hojarasca mustia y descolorida preanuncia el fin del otoño. Algunas heladas tempranas ya marcaron a las hortalizas. La chacra va tomando esa semblanza melancólica con rumbo al triste y prolongado invierno. Pero permanece todavía, tercamente, el tiempo estable sin los odiados vientos fríos de la Patagónico. Llegó la noche proponiendo un clamoroso silencio por sobre el campo yerto. 
Sentada, frente a la rústica mesa de madera de álamo, está Doña Pepa, como la llaman los vecinos a María Josefa. Ya es una mujer de rasgos fuertes tallados por soles, vientos, fríos y una vida de sacrificios. Permanece inmóvil mirando un punto indefinido de la hoja de blanco papel que espera su trazo. En su mano temblorosa está la lapicera recién untada en tinta. Con un rictus de hondo pesar permanece inmóvil. El farol de noche, suspendido del techo por un gancho de alambre, dibuja alargadas sombras que se mueven y recortan al movimiento de la mortecina llama. 
Afuera el campo expectante como presagiando algún acontecimiento inoportuno. Las hojas secas de los plátanos movilizan por momentos su descanso. Alguna ráfaga osada sacude los postigos y la llama de la estufa hogar se moviliza y las sombras agazapadas se yerguen y contraen en los rincones de la cocina. 
Doña Pepa suspira acongojada: --- ¡Que injusta que es esta vida! ¿Por qué siempre me toca a mí Duda un momento y luego escribe: Querida hermana ya te habrá llegado la tristísima noticia por el telégrafo. Ahora me toca a mí la desgarradora obligación de contarte todos los pormenores.
Otra prolongada pausa para poder hilvanar la frase continuadora del relato. Un nuevo golpe de postigos presagia una noche ventosa. Siguen las sombras agazapadas y hurañas. No no fueron buenos esos primeros años en la tierra patagónica, estando tan lejos de su España natal y acostumbrada a su taller de modista en su aldea de Alcanalí. 
Ya le tocó vivir ese áspero trabajo del desmonte en un terruño extraño e inhóspito, con inviernos inclementes, al resguardo de cuatro paredes de pasto y leña. 
Cuanto trabajo y sacrificio para lograr, por fin, aquella primera casita hecha de adobes y techo de totora. 
Todo será válido mientras existan las compensaciones, aunque cada cual le otorgue a los hechos el valor que considere. 
Ella alimenta una ancestral e inclaudicable fe cristiana que le permite sobrellevar con entereza todos los contratiempos. Para ayudar, al sustento de la casa, lava la ropa de todos los compatriotas vecinos que por entonces realizan tareas del sueño colonizador. 
También asistió al parto de una nativa y así sintió el insuperable orgullo de ser la primera partera de la Colonia La Picaza. Esa vital responsabilidad la señalaba como una designada por Dios.
Las siembras fueron germinando y dando sus cosechas. Años de alfalfares y legumbres. Años de langostas y penurias. Todo fue forjando el temple y atemperando el sacrificio.
Las comunicaciones con la familia, dejada en España, llevaban el tiempo de las distancias y la época. Si bien el tren, desde la estación Limay a Buenos Aires, era semanal, los barcos que llevaban estas noticias tardaban sus largos días para llegar a destino. Doña Pepa, a pesar de todo, mantenía una estable comunicación con su hermana Encarnación. 
En una de esas cartas supo del arribo de su sobrino Carlos. Muchacho alegre, impetuoso, ávido de descubrir lugares. La hermana Encarnación propició esta partida ante el temor de una guerra civil y el alistamiento de su hijo. 
La llegada de Carlos La Picaza fue uno de los acontecimientos que reunió al grupo de inmigrantes españoles en la cocina de Doña Pepa. Ya era amplia y con paredes de ladrillo y techo de chapa. Fue una gran fiesta; se comió paella; corrió de boca en boca la bota con el reciente vino de propia elaboración y hasta el huraño Pepe, alegre y desinhibido, salto arriba de la mesa y bailó alegre la jota valenciana al compás de las palmas de todos los presentes.
Carlos, sorprendido, no pensaba ya en su regreso a España a pesar de la promesa hecha a su madre que permanecería tan solo el tiempo que durara esa guerra civil. 
Saboreaba el paisaje inédito y atrapante de refrescantes amaneceres y calurosas siestas con prolongados chapuzones en el río Neuquén o el Canal Grande. 
Y fue en una de esas siestas. Salieron los primos hacia el Canal. El gran calor empujó a Carlos en una impetuosa zambullida.
Ya nunca más emergió. Se pensó en un calambre o en el impacto contra el piso del canal. Todos los vecinos se convocaron para buscarlo, rastrillando, minuciosamente el lecho del canal. 
A los dos días apareció, el cadáver, lejos del lugar.
El cementerio del nuevo poblado Cinco Saltos, tempranamente inaugurado, sumó otra cruz con los restos mortales de este muchacho que tan solo vino de paseo, quizás escapando a la muerte en una terrible guerra civil de la lejana España natal. 

Desde la distancia se ve el recorte del perfil de Doña Pepa sentada frente a la rústica mesa de álamo mirando un punto indefinido del blanco papel.
El sueño, que todo lo calma hasta la más intensa congoja. 
--- ¡Doña Pepa Doña Pepa! Clamaba Juan, entrando al galope tendido de su tordillo y llevando el sulky al límite de su estabilidad.
Y doña Pepa ya está preparada para correr al lado de Paulina que está en trabajo de parto.

Esa carta quedo inconclusa sobre la mesa. Llevó el tiempo de la muerte y de la vida.
En definitiva todo sucedió el preciso día en que se abrió una de las primeras tumbas del campo santo del pueblo y en el que nacía el primer niño de la nueva Colonia La Picaza


Gracias Pedrín.

Contaron, me cuentan ¿te cuento

Publica tu comentario